12 enero, 2011
estelas en la mar
La invité, una vez, dos, no me acuerdo si tres, pero no hubo caso. La mamá no la dejaba, yo tenía un castillito de arena de letras, para entrar a jugar, y nos quedamos solos. El castillito y yo. algunas mamás tienen esa cosa inexplicable de manejo desde atrás, y pueden en unos segundos arruinar, con soltura y por cualquier capricho, lo que una viene tejiendo precisamente desde muy atrás. Como una vez que teníamos preparada la escapada del mundo, nos íbamos a ir con la negra, y a su mamá se le ocurrió enojarse por quince incansables años de laburo sin ayuda de sus hijos y con algunos gritos nuestra escapada quedó atrás. Suerte que nosotras no éramos ningunas atrasadas en esa potencialidad madre y ya nos habíamos escapado del mundo, el día que a su mamá le pareció imperioso que su hija redimiera quince años de boludeo paralelo a sus quince años de seriedad, que era parecido a que volviéramos de ese nomundo fantástico, en el que, además, nos habíamos prometido no volver. Pero esa es otra historia. Y son otras mamás, siempre, la mía, tan comprensiva, no hacía esas cosas, por eso yo podía invitar a flor a jugar con arena, imaginando que era fuego, y que iba a ser divertido. Todavía me enoja que no haya venido, y eso que pasaron ya, como tres días. obvio que me enoja la ausencia de flor más que la burla de la mamá. Y me enoja tanto que debe ser patológica. Esa burla. Eran tan hermosas las letras de arena que se nos iban a escapar de la mano, así escurridiza como es la arena, y ese fuego que son como ojos a lo profundo, que tiene que haber sido la mamá, porque ella, sola, hacernos perder ese paisaje, robarnos la mejor parte del cuento que ahora no puedo contar, sería muy torpe, aniñado. Era la fantasía en el horizonte, había que caminar, diez, veinte pasos, rodeando el mar. Nosotras, imaginarias, impuras metáforas. hacer camino al andar. La hoja en blanco de repente en el libro; qué tenía que decir acá, la escribo o la dejo, será así o una edición barata, la arranco y me la fumo, la improvisación, lo excepcional. Si abrió el libro, flor, ese hombre malogrado, no me enteré. Yo también dejé algunas cosas sin hacer y me enoja, como si le hiciera decir al paso del tiempo eso, que él pasa y si las cosas quedan, se degradan y no pasan. Sentí unas ganas irracionales, insistentes, por primera vez a los doce, de escribirle una carta a Fernando peña. venían, las ganas, en cúmulos de sensaciones que se ordenaban en ideas descomunales, y volvieron renovadas y actualizadas tantas veces, hasta que a los dieciocho me cansaron, por densas, y mandé a la basura el bollo de papel que no había escrito. fueron tremendos los dieciocho años, tan arbitrarios, no pude siquiera después de eso volver a pensar en lo que quería decirle.
la tristeza cuando se murió, lo que no le dije, la carta en la basura. me da ternura ahora que estoy lejos de esas líneas que además no escribí. eran descubrimientos importantes para la que era, lo que sentía escuchándolo, como revelaciones claras y geniales, que existían, posibles e imposibles, pero hacer de eso una carta, era como acompañarlo, tan incomprendido que me parecía, a los doce años. la imagen de la soledad era parecida a la que tengo ahora, con la ingenuidad de que mi carta podía ser una caricia de él mismo, un papel en el que mirarse y hablarse sin salir de la imaginación. En fin, fue mucho antes de eso que le escribió a cristina, antes de que yo sea ésta, de que peña se haya muerto,
antes de haber transformado a flor en otra, que no es nadie, y es esos ojos. que se resisten.
esta ingenuidad, abismal, de mirarnos sin salir de la imaginación.
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