20 septiembre, 2010

en blanco y negro

de cabeza al techo, la luz se entreapaga, en una línea horizontal, que se vuelve amarilla sin brillo, las paredes apenas iluminadas, en un tono denso. Se reincorpora, y afuera negro. En esa oscuridad que cada cuatro días se prende, salen más o menos a la misma hora a caminar unos tipos negrotransparentes, que no se ven porque no hay luz que los encandile. El resto de las luminosidades de los días, andan adheridos a paredes, confundidos con remeras de los que pasan, en manchas de calles. Ahora se están riendo, caminando rápido, con los sacos abiertos. Miran la ventana del balcón de luz, sin preocuparse de esas mujeres que los intuyen sin moverse de las sillas. Pero eso fue la otra noche, ahora es día y tamiz, luz refinada, hay que acomodar los ojos, no sólo detrás de los lentes que sumé -y entonces vi, claro y definido, los edificios reconstruidos nítidos sobre la espesa bruma que reaparece si me los saco-, sino también en el gris de la ventana, de la que no caen gotas, del árbol que no tiene una sola hoja. Acoplarse al día blanco y negro, como una mancha también grisácea, en alguna mueca impenetrable, porque sin saber cuánto de mentira y de verdad, sospecho que podamos ser eso que anda adherido, confundido, saliendo confiadas cada cuatro días cuando la oscuridad baja la tensión de todas las luces del barrio.

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