20 septiembre, 2010

tableros

Jugaba a que existía. A que los demás eran reales. Era un papel. Digo, un jugador entre otros, un juego entre miles, la apuesta a alguna de las posibles estrategias. Sencilla -o no tan sencillamente- resaltó una lógica, y se lanzó a ver el tablero y los pasos desde ahí. Podía confluir en el centro -que suele quedar a los costados- el sentido de la partida. Explicar los movimientos y defender las decisiones. Todo parece ir bien -lo que no quiere decir que no haya sobresaltos, cambios de posición, pérdida de fichas y dados inexactos- pero, se siguen las reglas que uno crea. Y lo absurdo es la variedad de jugadores en un solitario. Las combinaciones de fichas en un scrabble. De complementos en el tetris. Qiuzás no haya papeles que reflejen el imaginario que se les guarda, capaz las reglas estén todas mezcladas y reproducidas inertemente, capaz excluyen y niegan la existencia o el poder que en realidad tenemos.  Creemos en función de lo que somos capaces de mezclar, de mover, de formar y romper. De lo que somos capaces de ser. Después de la dialéctica y antes de la que la va a seguir. Precisamente ese andar en el que nos enfrentamos al cerebro -con todo lo que abarca-.  Y somos. En el juego, que a veces, nos vuelve absurdos.

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