27 septiembre, 2010
la foto agranda, el lenguaje agranda, yo agrando
Tengo amigos que nunca son los mismos. Sí ellos, cada uno, pero no mis amigos. Y ni siquiera ellos, cada uno, es decir, todos. Hoy puedo nombrar pero quizás mañana se suman otros y se dispersan algunos. En fin, por componentes conocidos; el tiempo, etapas, etc., las dos cosas. Tiene mí alrededor un arquetipo de deseo, que se adhiere a distintos cuerpos y así, una variedad de ellos, con los que el mío jugaría sexualmente alguna vez y en algunos casos más de una vez. Tengo simpatías de momento y de personas, que también tienen las suyas, entonces a veces nos tiramos por toboganes. Hay colores en los que me baño, bajo ciertas luces, y oscuridades. Causas que me poseen, objetos a los que poseo, y algunas satisfacciones en las que desperezarme o flotar. Palabras en espera, historias inventadas, sueños que me dan vuelta y llenan papeles. Desequilibrios que cambian y se combinan, divertimentos mentales y una necesidad de continuar aunque sea en palabras. Una mano que atrapa para quedarse atrapada y soltarse el pelo. Una inmoralidad hecha lógica, imaginaciones en las que vivo y convicciones que camino. Exponentes de personalidades caricaturizadas por ojos con los que los veo. Molina en su pasillo, y otros, de mona, de mino, maira, manolo o paca, por ejemplo. Cartas abiertas y cerradas, algunas que me debo y otras de las que no tuve respuesta debajo de la puerta. Sobres, con recortes, recuerdos y demás. Carpetas de fotos clasificadas, de notas recopiladas, de ideas fragmentadas. Asociaciones que me conducen, como montañas rusas, por firuletes en el aire, divertida en las vías. Viajes en tren de muchas horas, desolaciones que se metieron entre la ropa, inmensidades que no se atrapan. Una visita desde la paz a una cordillera nevada entre nubes, que espié unos días después al lado de una tortuga hecha montaña en una isla de bolivia, y abracé de lejos parada sobre viento casi zonda en barreal, todavía ahora. Reverberaciones de las que soy ebullición, y no me evaporo. Las manchas de la mifina hegemonizadas y una intuición de gregorovius que viene ligeramente de una parte de la infancia. Atajos para huir, y una cascada que me pega en la espalda y me hace gritar riendo. Una curiosidad a contramano, en retrospectiva o todo lo contrario. Fotos que me traigo desde las más arbitrarias creaciones, con intensidad. Frasquitos de olores que hubiera comprado en alguna feria al costado de una playa si hubieran existido, para abrir de vez en cuando y volver a la orilla de chihuahua por ejemplo. Ojos radicales, soñadores, esquivos o teatreros. Un empacho no curado que se empalaga de exageraciones que rebalsan. Grandes mitos que todavía a veces creen que son ellos los que me inventan. Imágenes que sintonizo regularmente; unas estéticamente atractivas, otras inmediatas para distracción y unas que veo sin saber qué son. Éstas últimas me llaman la atención, tiene un aire familiar o conocido que no termino de adivinar. Un árbol en la plaza López al que estaría bueno trepar y un signo de pregunta en los gestos que parecen espontáneos de algún otro que no sé desde dónde se inclina, busca algo en el bolsillo o se revuelve el pelo. Balcones que suelo mirar, buzones azules del correo argentino en veredas que imagino anacrónicas, patentes que hablan en autos, un señor que escribe en un cuaderno de escuela a unas cuadras de acá. Obsesiones que me respeto, dudas que mantengo, y miedos sin miedo. Episodios de vida y capítulos de lejos. Caminitos que tracé y después vi hechos paisaje, dibujos de ladrillos que forman paredes, escaleras borroneadas y otras que me miran desde techos o edificios, por la ventana o en terrazas. Mundos que conviven en la computadora y pestañas abiertas en años o siglos distintos, sobre documentos o historias, desde la cama o la silla del escritorio. Una chica que vi en un hostel y me hacía acordar a mí, en una vida posible, o en un pasado aparentemente olvidado, pero la miraba y era yo, inexplicable y sorprendentemente. A los que me invitan a soñar en el primer estante de la biblioteca duplicados a cocoyito, que es una fiesta orgiástica de colores distinta a la del segundo estante, donde respiran ansiosos entre arrebatos y calenturas amantes desencontrados o muertos, uno al lado del otro, que me lanzan a camas y sexos febriles. Sobriedad, precisión, accidentes enroscados en el tercer estante. Y un cuarto relegado, y dos pilas a los acostados, de mezclas erguidas. Una campana de una iglesia que suena varias veces al día aunque no sé la exactitud, hace cuatro años en la ventana de mi cuarto. Un reloj de arena amarrilla que horizontal son dos tetas dos ojos dos huevos, una telaraña. Fantasmas que lo son porque no tienen por qué existir. Sentidos que pican como las piedras que hacen sapito en el río, como el correcaminos, de cintura a espalda a pensamiento a sensación a idea a desconocimiento. La sospecha de que si me freno, cambio de dirección. Una persecución conocida y desconocida, una duda sobre el contrabando en los tráficos de genes, y un absurdo en la punta de la lengua. Una tendencia a decir en grande lo que pienso en chiquito.
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