14 septiembre, 2010

legitimidades


Una anécdota que nada que ver, pero que tengo ganas de escribir. En algún momento seguramente se asocie a alguna cosa, a cada rato compruebo que todo tiene que ver con todo. Y sino, sencillamente los entretelones de san juan, de un grupo de jóvenes con los que salimos, sin haber entrado, de esa cueva, y nos fuimos cantando, todavía esperando la mesa del chivo en el congreso, y el acto de nestor que nos iba a nombrar como jóvenes cuando pedía que las avenidas se abran y nuestra voz se escuche.
Suarez se esconde en una caricatura animada, de superficialidad extrema, con una profunda crudeza que juega con esa superficie y ahí hacer nadar a los demás, entre chapuzones y pataleos. Invita a atravesar momentos, como si fuéramos otros, le da una piedrita a cada uno para que jueguen al sapito. Desprecia con la mirada, pero está escondido ahí, resguardado. Cristina se va con la guitarra, la agarra como si fuera el puente a otro lugar, con algo de arrebato y determinación. Y basta acomodar los dedos para caminar las cuerdas, irse cantando, mientras otros quedamos acá, o nos vamos para algún otro lado, con su voz. Tantos caminos que tuvimos enfrente, que se abrían, a montañas de algún viajero que las elegía, a calles de asfalto, de piedras, de árboles. Escaleras en los cerros, como las que de vez en cuando dibujo, que no llevaban a ningún lugar. Otras que sí, conectaban a distintos niveles de altura, y uno las subía sin verse de lejos caminando esas montañas, con la idea firme de llegar a la cima, y ver, ya desde arriba, aquello que dejamos a los pies, donde ya no estamos. Entramos a una cueva, y había un viejito que esperaba, quién sabe qué mientras salía al frente de los visitantes como nosotros, que estaban en ese rincón del mundo, entre paredes y techos de piedras, adentro de una montaña perdida en san juan, con un viejito enfrente, de lunares y arrugas, entre sillones antiguos, de patios de abuelas, de colores estridentes, y animales embalsamados, y lo escuchábamos describiendo lo que había para ver, en los siguientes  50 y 70 kilómetros, sin poder creer que existían efectivamente vitrinas con dientes de elefantes, un mono chileno, tres chicos indios, su mamá, y en medio de aquello nos invita a leer un cartelito que estaba a nuestro costado, en el más desconcertante silencio, 500 millones de años atrás todo esto estaba abajo del mar. Eso decía el cartel.

1 comentario:

Negra dijo...

Amigaaa. Es increible como con tu descripción nos ubicás perfectamente dentro de tu relato. Me causan muchisimo tus comentarios, sobre todo el mono chileno, tres indios y su mamá. jajajajaja. Lindo que tengas tu espacio, lindo leerte.!